Siento frío, mucho frío. Las pequeñas estrellas que caen del cielo me empapan la ropa con el blanco característico del tiempo de la felicidad, de la familia, de la religión. No dejo de pensar en el sino de mi vida: qué voy a ser, que voy a hacer a qué me voy a dedicar, como voy a ser feliz. Aunque como bien dijo un famoso escritor, “la felicidad es una trampa en la que no pienso caer”. Sentado en un solitario parque, recuerdo la insignia de la ciudad de la luz, esa maravillosa construcción que creó fascinación y odio. Una torre en la que ocurren todos los sueños y se hacen realidad mis fantasías. Al fin y al cabo, solo me acompañan mis fantasías. En este viaje por el pequeño cosmos humano tan solo soy una pequeña pieza que si fallara no se notaria. ¿Quién puede necesitar a alguien que su pensamiento siempre está en otro mundo?
Es año nuevo y siento la necesidad de estar con mis alter egos y con la gente que tuve a mi lado. Pero todos están lejos y tan solo quedan mis nereidas. Que en campos verdes bailan felices o, mejor dicho, alegres. Como más las imagino más reales se vuelven. Un escalofrío recorre mi cuerpo, pero parece que eso ya no importa. Mi alma se ha desprendido de mi cuerpo y danza con las ninfas y vuela alto hasta la tierra de los sueños; quedan lejos ya las ciudades y lo humano. Ni el frío ni la soledad se mecen en mi pensamiento. La Torre emerge ante mi como si hubiera sido construida para que yo la contemplase. Las musas vuelan hasta ella y me la entregan como si fuera mía. La tengo cerca, muy cerca, estoy a punto de tocarla. Casi puedo sentir el frío acero en mis manos. De pronto todo vuelve para atrás todo se va de mis manos vuelve a su origen, la torre se vuelve a sumergir en la tierra, las hijas de Nereo se diluyen con el paisaje, todo se vuelve más y más blanco.
Fui “salvado, sanado, recuperado, devuelto a la vida, reencontrado” por la medicina humana.